La vida nos presenta
infinitud de personas, unas mejores que otras, unas cercanas, otras no tanto,
pero puedo que decir que nadie, nadie salvo él, me había conocido con tanta
profundidad. Una profundidad extraña, una profundidad oscura, decadente,
perversa, divertida, psicótica, controladora. Una profundidad tan negra que,
como los agujeros negros, atrapaba la luz, la bondad, la generosidad, la
misericordia. Él sabía que un veneno negro y espeso cabalgaba por mis venas,
proveniente de mi corazón. Sabía que su dolor me hacia disfrutar, que su ira me
hacia reír a carcajadas. Él sabía de mi calma plana, y... la quería romper. Me
deseaba controlar, me deseaba someter, me deseaba dañar, me quería, rendida,
cansada, suplicante. Pero no podía, sus actos de amor no me alcanzaban, ni los
más malintencionados. A veces, creo, que se conformaba con mi calor. Muchas
veces se tumbaba en mi espalda, yo dormida, el despierto, me abrazaba con un
brazo y me memorizaba: mi tacto, mi aura, mi olor. Se había formado una gran
imagen de mi, inteligente, locuaz, dulce, y muy fuerte; quería que alguien como
el creía que era yo le amase, cuidase su alma, su corazón y le encauzase; pero
no lo hacía y el desesperadamente lo intentaba. Imagino que de ahí los intentos
de sometimiento. Sus fracasos le dolían. Nuestro sufrimiento era constante y se hizo una necesidad
latente. Al dejar la relación se hizo imperioso llenarlo, yo lo hice con el
sexo y los hombres, el éxtasis movía mi lineal corazón haciéndome vibrar de
placer, haciéndome sentir viva, alejándome de la muerte y la quietud emocional
de antaño; él sin embargo,... cayó en la más absoluta oscuridad, la ira rebosaba
de él, supurando, emponzoñando su salud: él necesitaba sufrir más que yo. Y aún
lo necesita, y lo desea. Sí. Él lo desea, desea ese dolor, desea que le
quiebre, desea que su alma arda por no poder alcanzarme. Le divierte, lo
disfruta, ese suave ronroneo de dolor, los chasquidos de esa grieta en el alma
que lucha por cerrarse. Desea que me ría de su dolor, desea que cada pelo de su
piel se erice, al límite del enfado, al límite del odio, al límite de la
necesidad. Le gusta ser ratón tanto como gato, sabe que tanto es el daño que le
hago a él como el que él me hace a mí, así como mi disfrute equivale el suyo.
Solo hay una diferencia entre los dos: donde su alma se quiebra es mi mente la
que se resquebraja.
Es un juego, la
supervivencia.